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lunes, 25 de febrero de 2013

Daisaku Ikeda: Humanismo, Espíritu y Poesía



La Restauración De Los Vínculos Con Nuestro Mundo


Daisaku Ikeda, publicado en el diario The Japan Times, el 12 de octubre de 2006.


“Mar de nubes, ondas que se erizan en el cielo.
Luna, navío que se oculta tras un bosque de estrellas.”


Este poema compuesto en estilo waka fue escrito hace unos mil trescientos años y forma parte del Manyoshu (Colección de diez mil hojas), la antología lírica japonesa más antigua.

Hoy, el ser humano ha llegado más allá de la atmósfera terrestre; ha caminado sobre la Luna. Y así y todo, al leer estos versos, uno se pregunta si la gente de la antigüedad no sentiría la presencia de la Luna y de las estrellas más íntimamente que nosotros hoy en día. ¿Habrán tal vez transcurrido existencias más ricas, más elevadas que nosotros, que, sumidos en nuestra comodidad material, rara vez nos detenemos a mirar el cielo?

Totalmente atrapada por asuntos materiales, el ajetreo y el bullicio, la humanidad contemporánea se ha desvinculado de la vastedad del universo, del flujo perpetuo del tiempo. Estamos batallando contra sentimientos de alienación y de aislamiento. Tratamos de saciar las ansias de nuestro corazón a través de los placeres, solo para comprobar que nuestros anhelos se tornan cada vez más ávidos e intensos.

La separación y el distanciamiento representan, a mi criterio, la verdadera tragedia de la civilización contemporánea. Divorciados del cosmos, la naturaleza, la sociedad y nuestros semejantes, nos hemos transformado en seres fracturados, fragmentados.

La ciencia y la tecnología le han otorgado al ser humano un poder que este jamás habría soñado, y han colmado su existencia de beneficios realmente valiosos para su salud y bienestar. Pero, paralelamente, se fue generando en nosotros una tendencia a apartarnos de la vida, a cosificar y a reducir todo lo que nos rodea a cifras y objetos.

Incluso la gente se convierte en meros objetos. Las víctimas de la guerra se reducen a estadísticas y reaccionamos con entumecimiento ante la realidad del sufrimiento inenarrable que experimenta cada individuo.

Los ojos del poeta descubren en cada persona una humanidad única e irremplazable. Mientras el intelecto busca controlar y manipular con arrogancia el mundo, el espíritu poético se inclina reverente ante sus misterios.

Los seres humanos son, cada uno, un microcosmos. Al vivir aquí, en la Tierra, respiramos los ritmos del universo que se extiende infinito sobre nosotros. Cuando surgen sonoras armonías entre ese vastísimo universo exterior y el cosmos interior del ser humano, nace la poesía.

Quizás hubo una época en que todas las personas eran poetas, que dialogaban en íntimo coloquio con la naturaleza. En el Japón, la colección Manyoshu reunió piezas poéticas compuestas por gente de todas las clases sociales. Y casi la mitad de esos versos pertenecían a bardos anónimos.

No eran obras concebidas para elevar un nombre a la posteridad. Los poemas y las canciones que brotan como manantiales incontenibles del fondo del corazón cobran vida propia. Trascienden los límites de las nacionalidades y del tiempo, y se transmiten de persona a persona, de corazón a corazón.

El espíritu poético está presente en todo quehacer humano. Puede vibrar activamente en el corazón del científico embarcado en la búsqueda tenaz de la verdad; cuando el espíritu de la poesía vive dentro de nosotros, incluso los objetos ya no nos parecen solo objetos; nuestros ojos adquieren la capacidad de percibir una realidad espiritual interior.

Entonces una flor no es solo una flor: La Luna deja de ser un simple conglomerado de materia que flota en el cielo. Con nuestra mirada fija en una flor o en la Luna, podemos intuir los inefables lazos que nos unen al mundo.

En ese sentido, los niños son naturalmente poetas de nacimiento. La tarea de cuidar y de nutrir su precioso corazón poético, de permitirles crecer, también conduce a los adultos a renovados y maravillosos ámbitos de descubrimiento. En definitiva, no existimos solo para satisfacer nuestros deseos. La auténtica felicidad no implica acumular cada vez más posesiones, sino profundizar nuestra armonía con el mundo que nos rodea.

El espíritu poético tiene la facultad de “afinar” la nota discordante del mundo y de reconectar entre sí sus partes divididas. Los verdaderos poetas están firmemente parados sobre sus pies, enfrentando los conflictos y las complejidades de la existencia. El daño que se ocasiona a cualquier persona, sea donde fuere, provoca agonía en el corazón del poeta.

Un poeta es alguien que ofrece palabras de aliento y de esperanza, que busca lenta y cuidadosamente la perspectiva que torna tangible la realidad espiritual perdurable de nuestra vida.

El apartheid o sistema de segregación racial fue un gravísimo crimen contra la humanidad. En la lucha para resistir y combatir ese mal, la incisiva espada de la palabra desempeñó un papel importante. Oswald Mbuyiseni Mtshali es un poeta sudafricano que peleó contra las iniquidades del apartheid empleando la poesía como arma. Escribió: “La poesía renueva y vigoriza nuestra fuerza más recóndita, nuestra espiritualidad. Es el ímpetu que nos vuelve personas decentes, personas plenas de empatía por aquellos que padecen necesidades y sufrimientos, que soportan la injusticia y otros males sociales”. Nelson Mandela leía los poemas de Mtshali en prisión, y eso le daba fuerzas para seguir adelante en la lucha.

El poeta brasileño Thiago de Mello, ferviente protector del Amazonas, también sufrió la opresión a manos del gobierno militar. En una de las paredes de la celda en que estaba confinado, encontró un poema escrito por alguien que había estado preso allí anteriormente: “Está oscuro, pero canto, porque la mañana va a llegar”. Eran los versos de uno de sus propios poemas.

En medio del caos y el vacío espiritual que sobrevino a la derrota en la Segunda Guerra Mundial, yo, como muchos jóvenes de mi generación, sentí que recibía un aliento indescriptible al leer Hojas de hierba, de Walt Whitman. La desbordante libertad de su alma me llegó al corazón con la fuerza de un rayo.

Hoy, como nunca antes, necesitamos la atronadora, la restallante voz de la poesía. Necesitamos las apasionadas melodías del poeta que le canta a la paz, a la existencia compartida y mutuamente solidaria de todas las cosas. Necesitamos que renazcan en nosotros el espíritu poético, una energía joven y vital, y la sabiduría que nos permitan vivir con la mayor plenitud. Tenemos que convertirnos todos en poetas.

Un antiguo vate japonés escribió: “La poesía brota de la semilla que hay en el corazón de la gente y se convierte en diez mil hojas de palabras”.

Nuestro planeta está dañado, cubierto de cicatrices; sus sistemas vitales, en peligro de colapsar. Tenemos que proteger y cubrir la Tierra con “hojas de palabras” que emanen de las profundidades de la vida. La civilización moderna logrará recobrarse solo cuando el espíritu poético conquiste nuevamente el sitial que le corresponde.


Daisaku Ikeda

Líder budista, filósofo, humanista Japonés






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Francisco Valdés de la Torre
Memento Audere Semper


MMXIII

domingo, 17 de febrero de 2013

La Importancia del Acto de Leer.



La Importancia del Acto de Leer


Paulo Freire: La importancia de leer y el proceso de liberación.

Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer.
Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial. Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”.
La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta donde no me está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo, la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, su corredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi madre–, la amplia quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.
Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el verde del mago-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango madurando, las pintas negras del mago ya más que maduro. La relación entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los animales: los gatos de la familia, su manera mañosa de enroscarse en nuestras piernas, su maullido de súplica o de rabia; Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada vez que uno de los gatos incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y que era suyo; “estado de espíritu”, el de Joli en tales momentos, completamente diferente del de cuando casi deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a uno de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.
De aquel contexto –el del mi mundo inmediato– formaba parte, por otro lado, el universo del lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo eso ligado a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he hecho referencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto general de que vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre nosotros era permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo, posiblemente hasta mis siete años en el barrio de Recife en que nací iluminado por faroles que se perfilaban con cierta dignidad por las calles. Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al hombro, de farol en farol, dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos dentro de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las almas que aquél. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pasara, que la noche se fuera, que la madrugada semi-clareada fuera llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en las mañanas abiertas, la percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad y en la algaraza de los días y resultaban misteriosamente subrayados en el silencio profundo de las noches.
Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad de mi mundo, en que lo percibía mejor y lo “entendía” en la lectura que de él iba haciendo, mis temores iban disminuyendo.
Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un niño anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significara animadversión por lo que tenía encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas fueron mis gises.
Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita particular de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió y me dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado. Eunice continúo y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, de la frase, de la oración, jamás significó una ruptura con la “lectura” del mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la “palabra-mundo”.
Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el mismo suelo en que me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a leer. El mismo mundo, el primer mundo que se dio a mi comprensión por la “lectura” que de él fui haciendo. Allí reencontré algunos de los árboles de mi infancia. Los reconocí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes troncos de mi infancia. Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien educada, saliendo del suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien reencuentra personas queridas.
Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos fundamentales de experiencias de ni infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del acto de leer se fue constituyendo en mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que, como alumno del llamado curso secundario, me ejercité en la percepción crítica de los textos que leía en clase, con la colaboración, que hasta hoy recuerdo, de mi entonces profesor de lengua portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de los que resultase un simple darnos cuenta de la existencia de una página escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y fastidiosamente “deletreada” en lugar de realmente leída. No eran aquellos momentos “lecciones de lectura” en el sentido tradicional esa expresión. Eran momentos en que los textos se ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis veinte años, viví intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos de los primeros años del entonces llamado curso secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo no reducía nada de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo eso, por el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera dinámica y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que estudiábamos, ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un texto, tomado como pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el texto.
Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto profesores y profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de esta expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas, indicaciones sobre las páginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que debían leer: “De la página 15 a la 37”.
La insistencia en la cantidad de lecturas sin el adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y no mecánicamente memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita. Visión que es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo, que se encuentra, por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible calidad o falta de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin embargo, uno de los documentos filosóficos más importantes que disponemos, las Tesis sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y media...
Parece importante, sin embargo, para evitar una comprensión errónea de lo que estoy afirmando, subrayar que mi crítica al hacer mágica la palabra no significa, de manera alguna, una posición poco responsable de mi parte con relación a la necesidad que tenemos educadores y educandos de leer, siempre y seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber, de adentrarnos en los textos, de crear una disciplina intelectual, sin la cual es posible nuestra práctica en cuanto profesores o estudiantes.
Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia como profesor de lengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si fuese de ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el análisis de un texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos, de Jorge Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes, subrayando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las necesarias diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la importancia del acto de leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que mi esfuerzo fundamental viene siendo el de explicar cómo, en mí, se ha venido destacando esa importancia. Es como si estuviera haciendo la “arqueología” de mi comprensión del complejo acto de leer, a lo largo de mi experiencia existencial. De ahí que haya hablado de momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los comienzos de mi juventud, y termine ahora reviendo, en rasgos generales, algunos de los aspectos centrales de la proposición que hice hace algunos años en el campo de la alfabetización de adultos.
Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi la alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de la-le-li-lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de la palabra, de las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente “vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el alfabetizando, su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del educador, como ocurre en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el objeto sentido y son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación o el montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese montaje no lo puede hacer el educador para los educandos, o sobre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora.
Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre lo que he desarrollado, en diferentes momentos, a propósito de la complejidad de este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en este texto, me gustaría volver, por la significación que tiene para la comprensión crítica del acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que me he consagrado. Me refiero a que la lectura del mundo precede siempre a la lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a que hacía referencia hace poco, este movimiento del mundo a la palabra y de la palabra al mundo está siempre presente. Movimiento en que la palabra dicha fluye del mundo mismo a través de la lectura que de él hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más lejos y decir que la lectura de la palabra no es sólo precedida por la lectura del mundo sino por cierta forma de “escribirlo” o de “rescribirlo”, es decir de transformarlo a través de nuestra práctica consciente.
Este movimiento dinámico es uno de los aspectos centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya insistido en que las palabras con que organizar el programa de alfabetización debían provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia existencial y no de la experiencia del educador. La investigación de lo que llamaba el universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares. Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que son representaciones de la realidad.
La palabra ladrillo, por ejemplo, se insertaría en una representación pictórica, la de un grupo de albañiles, por ejemplo, construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la palabra oral de los grupos populares, a ellos, para el proceso de su aprehensión y no de su memorización mecánica, solíamos desafiar a los alfabetizandos con un conjunto de situaciones codificadas de cuya descodificación o “lectura” resultaba la percepción crítica de lo que es la cultura, por la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador del mundo, En el fondo, ese conjunto de representaciones de situaciones concretas posibilitaba a los grupos populares una “lectura” de la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra.
Esta “lectura” más crítica de la “lectura” anterior menos crítica del mundo permitía a los grupos populares, a veces en posición fatalista frente a las injusticias, una comprensión diferente de su indigencia.
Es en este sentido que la lectura crítica de la realidad, dándose en un proceso de alfabetización o no, y asociada sobre todo a ciertas prácticas claramente políticas de movilización y de organización, puede constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción contra hegemónica.
Concluyendo estas reflexiones en torno a la importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica, interpretación y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de vacilar un poco, resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema, en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo hacer.
Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congreso. Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como éste, como ahora.


12 de noviembre de 1981.
Paulo Freire.





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Francisco Valdés de la Torre
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miércoles, 13 de febrero de 2013

El Propósito de la Educación. Krishnamurti




El Propósito de la Educación


Jiddu Krishnamurti

No sé si alguna vez nos hemos preguntado qué significa la educación. Por qué vamos a la escuela, por qué aprendemos múltiples materias, por qué aprobamos exámenes y competimos unos con otros por lograr mejores calificaciones. ¿Qué sentido tiene toda esta llamada educación y qué es lo que implica? Es verdaderamente una pregunta muy importante, no sólo para los estudiantes sino también para los padres, para los maestros y para todos aquellos que aman esta tierra. ¿Por qué pasamos por el esfuerzo de recibir educación? ¿Es meramente con el fin de aprobar algunos exámenes y obtener un empleo? ¿O la educación tiene como función la de prepararnos, mientras somos jóvenes, para comprender el proceso total de la vida?

 Es necesario tener un trabajo y ganarse la propia subsistencia, ¿pero eso es todo? ¿Se nos educa solamente para eso? Por cierto que la vida no es tan sólo un empleo, una ocupación; la vida es algo extraordinariamente amplio y profundo, es un gran misterio, un reino inmenso en el que funcionamos como seres humanos. Si nos preparamos tan sólo para ganarnos la subsistencia, perderemos todo el sentido de la vida; y comprender la vida es mucho más importante que prepararnos meramente para los exámenes y volvernos muy diestros en matemática, física o lo que fuere.

La educación no consiste sólo en aprender de los libros memorizando algunos hechos, sino también en aprender a mirar, a escuchar aquello que los libros dicen, tanto si lo que dicen es verdadero como si es falso. Todo eso es parte de la educación.
La educación no es un mero pasar los exámenes, conseguir un título y un empleo, casarse y establecerse, sino también saber escuchar a los pájaros, ver el cielo, la extraordinaria belleza de un árbol, la forma de las colinas; es sentir todo eso, estar realmente, directamente en contacto con ello. A medida que ustedes crecen, ese sentido de escuchar, de ver, por desgracia va desapareciendo, porque se llenan de preocupaciones, quieren más dinero, un automóvil mejor, más hijos o menos hijos.

Se vuelven celosos, codiciosos, ambicionan, envidian; y así es como dejan de percibir la belleza de la tierra. Seguramente conocen lo que ocurre en el mundo, ya que deben estar estudiando los acontecimientos de la actualidad. Hay guerras, revueltas, unas naciones divididas contra otras naciones. En este país también hay división, separación, más y más gente que nace cada día, pobreza, escualidez y completa insensibilidad. A un hombre no le importa lo que le ocurre a otro en tanto él esté perfectamente a salvo.

Y a ustedes se les educa para que encajen en todo esto. ¿Se dan cuenta de que el mundo está loco, que todo es locura estas batallas, estas disputas, este provocar y desgarrarse el uno al otro? Y ustedes crecerán para encajar en esto. ¿Es ello correcto, es éste el significado de la educación, el de que deban, voluntaria o involuntariamente, encajar en esta insana estructura llamada sociedad? ¿Y saben lo que está ocurriendo en todo el mundo con las religiones? También aquí hay desintegración, nadie cree ya en nada. El hombre no tiene fe y las religiones son el mero resultado de una vasta propaganda.

Puesto que son ustedes jóvenes, frescos, inocentes, ¿pueden mirar toda la belleza de la tierra, tener la cualidad del afecto? ¿Y pueden conservar eso, retenerlo? Ya que si no lo hacen, a medida que crezcan se irán amoldando, porque ésa es la forma más fácil de vivir. Unos pocos se rebelarán, pero tal rebelión tampoco resolverá el problema. Algunos intentarán escapar de la sociedad, pero ese escapar carece de sentido. Ustedes tienen que cambiar a la sociedad, pero no matando a la gente. La sociedad somos ustedes y yo. Ustedes y yo creamos la sociedad en la cual vivimos. Así es que son ustedes los que han de cambiar.
No pueden encajar dentro de esta sociedad monstruosa. Entonces, ¿qué es lo que harán?

Ustedes, que viven en este extraordinario valle, ¿serán arrojados dentro de este mundo de lucha, confusión, guerra y odio? ¿Irán a ajustarse, se conformarán, aceptarán todos los viejos valores? Ya saben cuáles son esos valores -dinero, posición, prestigio, poder. Eso es todo lo que el hombre desea, y la sociedad quiere que encajen dentro de este patrón de valores. Pero si empiezan desde ahora a pensar, a observar, a aprender, no de los libros, sino a aprender por sí mismos observando atentamente, escuchando todo cuanto ocurre en torno a ustedes, entonces crecerán para convertirse en un ser humano distinto -un ser humano que se interesa en la gente, que tiene afecto por ella, que la ama. Y si viven de esa manera, tal vez puedan llegar a descubrir una vida verdaderamente religiosa.

Miren, pues, a la naturaleza, miren el tamarindo, los mangos en flor, y escuchen a los pájaros en el amanecer y en las últimas horas de la tarde. Vean el cielo claro, las estrellas, lo maravillosamente que el sol se pone detrás de esas colinas. Vean todos los colores, la luz sobre las hojas, la belleza del suelo, la riqueza de la tierra. Entonces, cuando hayan visto eso, y también hayan visto lo que es el mundo con toda su brutalidad, su violencia, su fealdad, ¿qué es lo que harán?”

Jiddu Krishnamurti







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Francisco Valdés de la Torre
Memento Audere Semper



MMXIII