Era un discípulo honesto. Moraba en su
corazón el afán de perfeccionamiento. Un anochecer, cuando las chicharras
quebraban el silencio de la tarde, acudió a la modesta casita de un yogui y
llamó a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó el yogui.
-Soy Yo, respetado maestro. He venido
para que me proporciones instrucción espiritual.
-No estás lo suficientemente maduro
-replicó el yogui sin abrir la puerta-. Retírate un año a una cueva y medita.
Medita sin descanso. Luego, regresa y te daré instrucción.
Al principio el discípulo se desanimó,
pero era un verdadero buscador, de esos que no ceden en su empeño y rastrean la
verdad aun a riesgo de su vida. Así que obedeció al yogui.
Buscó una cueva en la falda de la montaña
y durante un año se sumió en meditación profunda. Aprendió a estar consigo
mismo; se ejercitó en el Ser.
Sobrevinieron las lluvias del monzón. Por
ellas supo el discípulo que había transcurrido un año desde que llegara a la
cueva. Abandonó la misma y se puso en marcha hacia la casita del maestro. Llamó
a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó el yogui.
-Soy tú -repuso el discípulo.
-Si es así -dijo el yogui-, entra. No
había lugar en esta casa para dos ‘yoes’.
Anónimo
Francisco Valdés de la Torre
México MMXVII
No hay comentarios:
Publicar un comentario